Aún recuerdo el temor y la envidia cuando, mi padre, decía meterse en el agua para ir nadando hasta el faro, el confín del mundo para mí, ese lugar tan extrañamente inhóspito, pero tan íntimo y verdadero. Abandonado en medio del ancho mar, o a las puertas del mismo, sobreviviendo al frío, al viento, a la soledad, al abismal silencio que transportan las olas, el lugar perfecto donde medirse. Han pasado muchos años desde entonces, muchas cosas han caído, muchas más se han levantado, y ahí se mantiene el faro, incondicional, generoso, alumbrando con su luz cualquier oscuridad, guiando a aquellos que están perdidos, marcando un horizonte que conduce a tierra firme.
Me gustan los faros, siempre me han gustado. Esbeltos mástiles frente al mar, frágil y preciosa arquitectura de día, rayo que encandila de noche, descubriendo fragmentos del mundo que un instante después vuelven a borrarse. Me gustan los faros, siempre me han gustado, como objeto en sí mismo y, mucho más aún, por su inmenso significado: alumbrar en la oscuridad.
EVA CARRERA